JOSÉ MANUEL MERELLO.
PINTOR ESPAÑOL CONTEMPORÁNEO 2024.

Sobre Pintores

ESCRITOS DE JOSÉ MANUEL MERELLO SOBRE PINTORES.

Diego Velázquez

El genio. Lo sublime, la cota más alta donde se pueda llegar. Como dijo Francisco Calvo Serraller, se podrá ir en diferentes direcciones en arte, pero nunca tan lejos como llegó Velázquez (o algo por el estilo). Velázquez es infinito, sus virtudes y su arte nunca se acaban; las miradas de sus retratados, intensas, inundadas de siglos de melancolía española. Sus enanos y parias con el mismo porte que el Rey, la misma dignidad, el mismo silencio. Sus mujeres, sanas y generosas, desbordando gracia y capricho con sus lacitos de nácar. Los animales, caballos y perros, extraordinarios y poderosos, de pupila sevillana y pelaje untuoso, siempre dispuestos a la voz de su amo. Las manos del Cristo crucificado...increíbles, incomprensibles en su finura y clase, los dedos largos y delicados, perfectos. Las manos del hijo de Dios martirizadas, yertas y con más belleza, si cabe, que los brazos yertos del Cristo de la Piedad de Miguel Angel; las manos del Cristo son para escribir todo un tratado de belleza y técnica, de refinamiento y gusto italianos. Y las manos de la reina, transparentes las falanges, plomiza la piel real. Las manos de la Señora, pintadas de dentro a afuera con las uñas naciendo de la carne pálida y los huesecillos palpitando rígidos y tiernos a una vez.
Y qué decir de los enanos de Velázquez, los bufones de la corte de Felipe IV pintados por el genio español. Lejos del agrio regusto romántico del siglo XIX de tirar de lo feo y sórdido para facilitar emociones truculentas en el espectador, Velázquez, doscientos años antes, culmina con una serie de retratos sin comparación posible una de las más portentosas alabanzas a la dignidad humana del paria, del contrahecho, que jamás se haya realizado. El alma española, profunda y orgullosa, quieta y noble -de una España melancólica y empobrecida que perdía irremisiblemente su poder en Europa-, se asoma de manera prodigiosa a través de las miradas de estos desgraciados con sus manitas cortas y bruñidas,  con los puños pequeños, retraídos e infantilizados así como los pies apantuflados y corvos, las capas gruesas y el tejido basto y rico de encajes. Diego Velázquez, el genio sublime, los habría de colocar sobre un entarimado, elevándolos en buena medida -salvo a Calabacillas para que, quizás, su risa trémula no ofendiese a nadie desde lo alto-, de manera que la mirada no humillase al retratado sino todo lo contrario: desde la altitud de la tarima y por encima del pintor, como los mismísimos reyes, los enanos nos perforan con sus párpados en penumbra ligeramente caídos sobre las pupilas turbias o fijas, en un gesto de soberbia contenida y suprema dignidad que perturba y ofusca a todo aquel que a través de los siglos los contempla en silencio. Perturba el vacío que rodea a cada bufón, marea la ausencia total del morbo y la caricatura; tan solo ojos y manitas en el plateado vacío español: no se puede llegar más lejos.
Velazquez, en su alquimia genial, transmuta como nadie un poco de óleo en piel, carne y huesos verdaderos. Cada cosa en su sitio, en su perfecta medida, con su tratamiento pictórico exacto, aquí leve, aquí fluido, allá denso de pasta. Transparencia y opacidad, vapor y peso.
Cuando yo era niño e iba y venía del Museo del Prado como si tal cosa, casi siempre iba derecho, cruzando sin mirar salas y más salas, hasta llegar a Velázquez como quien llegaba a casa, al templo. E iba como una flecha a ver a los enanos cuyo magnetismo no podía evitar y ya percibía, aun siendo tan chico, una pintura con una calidad sobrenatural: unos verdes que no eran verdes en las calzas, unos pardos argentados, unos negros de marfil de una elegancia y un dibujo sin igual y unas carnes rosadas y sensuales que dejaban transparentar, magistralmente, unas cuencas profundas y un esqueleto deforme. Observaba y continúo observando, pasmado y profundamente conmovido, aquellos fondos grises y plateados, vacíos pero llenos de Velazquez; esas muecas congeladas en un instante en un alarde de Premio Pulitzer que, trescientos años antes de que existiera el Arte de la Fotografía y sus instantáneas fugaces, ya fue capaz de obturar para siempre y en un milisegundo la luz del espíritu humano.
Los enanos de Velazquez con sus humores turbios y sus ojos negros o brumosos  como los de El Niño de Vallecas...el hechizo de aquel enano pillado infraganti con mueca de retrasado, el labio superior enganchado y jalado desde la ceja arqueada y la nariz tocha y pelotillera, resfriada del helor madrileño de palacio. Y aquel otro enano, Don Sebastián de Morra, obstinado de pelo negro, cejudo de mirada fija y sostenida con ternura y franqueza todo un canto del retrato español y universal de todos los tiempos. Y cómo olvidar al erecto enano del sombrero negro Don Diego de Acedo, “El Primo”, ilustrado y de semblante impecable con las manitas elegantes de señor contable, sobre el gigantesco libro velazqueño.
...Inacabable Velázquez, una rápida semblanza de los enanos no puede dejar olvidados a los que retrató en Las Meninas. La Maribárbola, prodigiosa en su peso y en su energía potencial junto al ingrávido y liviano Nicolasillo Pertusato que casi vuela como una pluma sobre el gran danés dormido que...ah!, pero qué maravilla de contrastes, que juego infinito y endiablado de pesos, tamaños, quietudes y movimientos, aire y materia bajo un colosal y profundo vacío que ocupa dos tercios del cuadro. Las Meninas, yo creo que no hay pintor que no agache la cabeza en reverencia total ante tal logro del arte de todos los tiempos. Pero esta es ya otra historia más para contar: Las Meninas, una historia mágica del Arte Moderno. (Continuará)
 

 José Manuel Merello

Frida Kahlo

Yo descubrí a Frida Kahlo en la casa de un marchante de arte en Madrid, hace muchos años, cuando todavía no era el mito en el que se ha convertido hoy, al menos en España. Recuerdo cómo asomaba de entre cuadros de Miró, Leger, El Greco, Fortuny y un larguísimo etcétera, un extraño retrato, una cabeza de mujer muy especial, una mujer seria, de mirada sostenida, apasionada y quieta, muy quieta. Aquel pequeño retrato me apartó durante un buen rato de las otras maravillas que lo rodeaban. Había en él una clase y una factura extraordinarios, imposibles de esquivar; una pintura oleosa, lenta, de pelo de marta y virola sucia. Unos detalles insistidos donde no hacía más falta, raros, con un regusto obsesivo. Un color maravilloso, saturado, verde y amarillo, negro. Un arabesco y un dibujo justo y medido, de alfiler, amazónico y chicano a un tiempo. La composición, sin más interés, dirigía toda la vista hacia unos ojos altivos, orgullosos de su clase, recios. Unas cejas animales, oscuras y espesas que se encontraban entre ellas y una boca sensual con un sinuoso bigote reivindicativo. La mujer de Diego Rivera, desde entonces, no ha dejado de asombrarme en cada nuevo retrato que descubro. La leyenda real de su dolor intenso, se concentra en estos pequeños cuadritos de una calidad incomparable. Diego Rivera a lo bestia, descomunal, una fuerza de la naturaleza; Frida Kahlo quieta en su casa, desvertebrada y vuelta a vertebrar en cada cuadrito, despacio, a golpe de paleta. Menuda pareja. Menuda pintoraza.
 

José Manuel Merello

Joaquín Sorolla (El fulgor del blanco).

Sorolla. Fulgor y Teología del Blanco.
Hoy día parece poco moderno hablar de Joaquín Sorolla, el gran pintor valenciano, pero yo siempre me he resistido a ver en él a un pintor anticuado, impresionista, luminista y poco más. Nada más lejos; Sorolla es uno de los grandes, un titán, un coloso de la pintura. Yo tal vez no lo equipararía a un Velázquez ni a un Picasso, que eso sería muy atrevido, pero sí que lo veo a la altura de un Cezanne o de un Manet. Bien es cierto que la obra del valenciano es muy desigual en cuanto a calidad y está pagando desde hace décadas por esta discontinuidad de tal manera que muy poca gente sabe rescatar de entre su pintura aquellos lienzos que lo catapultan hacia el Olimpo: los lienzos blancos de Sorolla. No sé si alguna vez se han llamado de esta manera, ni siquiera si es del todo exacto, pero yo lo siento así. Los críticos de su arte, los que le denigran y le condenan lo hacen sobre la base de un supuesto "colorido" fallero y de pastelería que en verdad no existe en su pintura. Toda la vida me la he pasado yendo a su casa museo, en la calle Martínez Campos de Madrid. He ido desde pequeño, una y otra vez, y siempre salía espoleado por el poderoso y abrumador dominio no solo del dibujo y de la factura, de la gracia y el talento, sino sobretodo por la categoría y la clase de su color y en concreto de las sutilísimas armonías de los blancos; maravillosas modulaciones imposibles de encontrar en casi ningún pintor. Sorolla no es colorista. Basta con acercarse a su museo para ver como el color desaparece y todo se asienta sobre unos pardos y grises delicadísimos que se encienden y se colorean de forma magistral por la presencia exacta y mítica del blanco. Cualquier pintor conoce la extrema dificultad del manejo de este color, un color que aprendemos que es la suma de todos los colores, un color que vuelve harinoso por mezcla a cualquier otro, un color incómodo, que no admite errores, que realza cualquier desacierto en el resto, un color que se ensucia a la mínima porque se mueve en una estrechísima franja tonal, que obliga a retirar del cuadro toda nota excesiva...¡Ah!, pero qué manejo y qué dominio el del español con este color terrible, qué brutal control. En él los blancos siempre son blancos y aquí radica la dificultad, el blanco es absolutamente blanco -aun sin serlo, porque efectivamente son grises- tanto en las sombras como en las luces más acusadas: siempre el blanco, el fulgor del blanco. No sé de pintor alguno que domine este arte de igual manera que él, el arte del blanco. Todos los impresionistas, todo el barroco, todo el fauvismo, todo el naturalismo que conozco nunca supo controlar estas modulaciones hasta el grado en que lo consiguió Sorolla. Si alguien quiere saber del blanco, si se quiere entender el funcionamiento de este color escurridizo, si tan solo quiere darse un pelotazo de blanco, entonces que vaya a ver a Sorolla. Pero hay más, los blancos de Sorolla son de una modernidad pasmosa, están secando con una riqueza y una costra en su capa que van a llevar en volandas la obra del maestro a lo más alto de la modernidad. Qué pena que nos quedemos observando solo su discurso del mar, su tan cacareado costumbrismo, la pesada conferencia que nos llevan imponiendo sobre su luminismo, su levantismo, su regionalismo. Sorolla está mucho más lejos que todo eso, a medida que avanzaba su carrera fue imponiendo mayores masas blancas en sus pinturas, quitando mar, quitando sol -es un decir-, y poniendo blanco. En el final de su vida pintó prodigiosos lienzos -que aparte de ser lecciones magistrales de dibujo, retrato, paisaje y técnica- son autenticas sinfonías casi abstractas de blancos y verdes, de blancos y malvas. Los cuadros de jardines que podemos ver en su casa son insuperables; aquí compiten los blancos de cal y sal, con los blancos nacarados refinadísimos de Velázquez y aquellos otros blancos contemporáneos, rupestres y de arpillera, del gran Manolo Millares.
No conozco el enorme cuadro "Cosiendo la vela" pero me atrevo a pensar que es el mayor homenaje que pintor alguno ha hecho sobre este color: una vasta extensión blanca que ocupa casi todo el cuadro, una enmarañada vela blanquísima desparramada de tal manera que aun sin verlo me atrevo a decir que es la teología del blanco.
Que nadie vaya buscando originalidad en Sorolla, ni tampoco conceptos atrevidos, ni innovaciones para la Historia del Arte. No, nada de esto encontrará. Tan solo verá el fulgor total del blanco.

José Manuel Merello

 

Giorgio Morandi

Morandi es pintura sin más nada. No hay literatura en sus cuadros, ni historias, ni demostración de nada, ni dramas, ni distracciones, ni detalles, ni florituras...no hay juegos, no hay lucimiento alguno, tan solo pintura en estado puro, virginal, como bajada del cielo. Sus cacharros y vasijas, sus cuencos, botellas, platos y jarras se arriman unos con otros como huérfanos asustados, en un hondo sentimiento de desamparo. Morandi es un asceta del bodegón, limpio y marmóreo, en la más pura elegancia italiana. Pintura extremadamente sencilla, frontal, sin perspectiva alguna, a pelo. Pocas pinturas tan difíciles como la suya; rica y jugosa, de color mantecoso, lácteo, con una vibración morbosa en la pincelada y un dibujo básico de una torpeza escalofriante;  santidad, caridad y misericordia como nadie ha conseguido plasmar jamás en un lienzo. Para mí, Giorgio Morandi es el Zurbarán del siglo XX.
Morandi,  siempre Morandi.

José Manuel Merello

José Gutiérrez Solana.

Negro. Linaza y negro. Esto es José Gutiérrez Solana. Un profundo olor a huesos, a tuétano caliente de la España negra, a toro ciego. Solana, grandísimo pintor donde los haya, el mejor heredero de Goya y del primer Van Gogh, el más implacable, el más grueso y pastoso, el menos tibio. Sin violencia (no existe pintura española violenta), sin estridencias, sin un solo grito. Únicamente seriedad y severidad, un oscuro cante ilustrado de honda raíz de gitano serio y de lupanar espeso. Aceite, grasa, pintura de pintor de bata sucia y paleta corta de tierra adentro. Hay un cuadrito de Solana en el Museo Reina Sofía de Madrid que es una delicia, un prodigio de técnica y de color; pardos y grises, oscuros y limpios, impecables. Si te gusta la pintura por la pintura, el aceite por el aceite, el color severo y el dibujo bravo, entonces no dejes de estudiar a José Gutiérrez Solana. Toda la mejor pintura española, incluido Picasso, laten ya en Solana.

José Manuel Merello

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